LA RUEDITA DE MADERA, por Alicia Martínez

 

La tarde era fría, pero a ellos no parecía importarles. Corrían y jugaban alegremente en la plaza algo encogida por el aire y el frío. Sus ropas no eran de abrigo, ni eran nuevas ni bonitas, pero la vida los arropaba de juego y felicidad y se les veía muy hermosos así.

Un niño y una niña, de unos 6 años, compartían el placer de montar en bicicleta. Todavía era muy niños y la única bici con la que jugaban, tenía aún el apoyo de las pequeñas ruedas laterales que ayudan a mantener el equilibrio a los aprendices.

La bici era de ella, y generosa se la prestaba a su amigo. Él comenzó a pedalear muy esforzadamente, mientras que ella le miraba complacida, pero de repente, el niño empezó a quejarse. –Esta bici no anda bien-, le dijo fastidiado. Ella, con una sonrisa, le contestó: -Pues claro que no anda bien ¿No ves que una de las rueditas es de madera? ¿Cómo va a poder andar bien así?.

Yo miré, sorprendida ante la respuesta de la niña, la pequeña rueda, y efectivamente era de madera, tallada y colocada allí, especialmente para suplir la falta de una rueda nueva de caucho. Imaginé a su familia, de condición humilde, sin recursos para comprar una rueda nueva. Vi a su padre aprovechando la bici de su hermano mayor y entregándosela a la niña. Para ello, había tenido él mismo, que arreglarle esa rueda. No tenía las herramientas necesarias, pero sí el empeño de que su pequeña pudiera montar en bici, así que con lo que tenía por allí comenzó a tallar la pequeña rueda. Se esmeró mucho y la rueda quedó muy bien, pero no era perfecta, no era como las ruedas nuevas y ofrecía una cierta dificultad al avance de la bicicleta. Sin embargo él se la colocó con cariño y entusiasmo y la llamó: -Ven María, ya te he arreglado la bici de tu hermano, ya puedes subirte- Y la niña vino corriendo feliz, abrazó tiernamente a su padre, le besó empinándose y dio sus primeros pasos con ese juguete tan deseado por los niños, porque les permite ir más rápido, surcar el aire, y superar las limitaciones de velocidad de nuestras piernas. No le importó a María que la rueda y la bici, no fueran nuevas, le importó más que su padre se la hubiera arreglado para ella. Supo apreciar el amor que su padre había depositado en esa rueda y lo especial que la hacía el que hubiera sido hecha especialmente para ella. Era una rueda única que la hacía sentirse única en el amor que su padre sentía por ella.

La rueda no tenía una perfecta redondez, y por eso impedía persistentemente que la bicicleta avanzara velozmente por la plaza, retrasaba el avance con su imperfección, con su irregularidad que no podría alcanzar nunca, por más que quisiera con su tosquedad manual, la pura perfección de una rueda de caucho fabricada en una industria especializada.

El amigo de María, Andrés, no pudo ver, antes de quejarse, como el padre de María sudaba para tallar la rueda, ni el brillo de sus ojos cuando llamó a la niña para que la viera, ni pudo tampoco, sentir el tierno abrazo agradecido de María. Por eso Andrés no supo lo que esa lentitud de la bici significaba para ella, ni porqué ella apreciaba la imperfección que hacía única a su bici y a ella misma.

Pero lo que más me asombró fue la segura respuesta de María. En ella no había pena, ni reproche, ni lamentación alguna, no había ni siquiera un atisbo de rebeldía, ni de rabia, hacia lo injusto que era que ella no pudiera tener una bici nueva como otros niños. En sus manos no estaba el poder cambiar eso ahora, ahora en sus manos sólo estaba el poder de ser feliz. Y ella lo sabía, y por eso aceptaba la imperfección de su rueda, yo diría más, la amaba. Pero María no negó lo que causaba el retraso en el avance, no le dijo que él no sabía montar, o cualquier otra cosa, para negar, para ocultar, que sus padres no podían comprarle una rueda nueva, no, María reconocía, sabía, el motivo real por el que a la bici le costaba tanto avanzar. Y se lo dijo a Andrés para que este también “viera” la verdad en su plenitud, tal como es. -La bici no va más rápido porque no es perfecta, Andrés-, parecía quererle decir María, -pero yo la quiero así, es muy especial para mi, y me hace feliz- . Eso creí oír de los labios de la sabia María, aunque no lo dijo así, pero lo dijeron sus ojos, su cuerpo, y su risa de comprensión también hacia Andrés, porque no entendía, no podía ver con claridad, había cosas que él no sabía, que aún no le habían sido mostradas. Y sentí que María hablaba de la vida, de mi vida, de lo importante que era aceptarme en la totalidad de lo que soy.

Yo hubiera querido correr hacia ella, abrazarla y darle las gracias por lo que me había enseñado, pero no lo hice, preferí dejarlos con sus juegos y sus risas, con su aceptación de la vida y su maravillosa felicidad en esa tarde, en esa plaza de Úbeda.

Seguí mi camino hacia casa, prometiéndome a mi misma que nunca olvidaría la lección de esa niña, la lección de la ruedita de madera, que no era perfecta en su redondez, y que en mi propia vida, intentaría aplicar esa mirada agradecida de María hacia la vida, esa aceptación de lo que es, de mis límites e “imperfecciones” y esa lucidez de verme y aceptarme tal como soy, tal como me enseñó María.

Úbeda, 1 de mayo de 2012

Alicia Martínez

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